(Por
Gloria
Elgueta)
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Para
una gran mayoría, la experiencia de demandar justicia en Chile
parece situada en un universo kafkiano, donde un largo y tortuoso
camino, plagado de obstáculos, reproduce las
condiciones de desigualdad estructural que atraviesan a nuestra
sociedad.
Una
serie de transformaciones a lo largo de las últimas décadas, entre
ellas la reforma procesal penal y la incorporación de tecnología,
no ha modificado las características y obstáculos históricos que
han consagrado un acceso desigual a la justicia y que ya en los años
70 el jurista Eduardo Novoa Monreal diagnosticó, de manera certera,
como una justicia de clase
que “aplica
la ley con miras a favorecer a los grupos sociales que disfrutan del
régimen económico-social vigente, en desmedro de los trabajadores,
que constituyen en el país una amplia mayoría”.
La vigencia de esta afirmación se puede constatar, por ejemplo, a
través del examen de las sentencias de la Corte Suprema en el ámbito
laboral. Una investigación realizada en 2015 advirtió sobre “la
casi absoluta inclinación de la Cuarta Sala de la Corte Suprema a
favor de las pretensiones procesales de los empleadores”, al
resolver en el 95,2% de los casos a su favor, incluso
en materias falladas en sentido contrario por las Cortes de
Apelaciones.
Una
situación similar se observa en
los casos en los que el Estado ha sido demandado judicialmente por su
responsabilidad en violaciones a los derechos humanos a raíz de la
represión durante la revuelta social iniciada en octubre de 2019.
Según datos de la Fiscalía, a marzo de este año, el 46% de estas
causas, equivalente a 3.050, fueron cerradas sin formalizaciones y,
en su mayoría, prácticamente sin avances. En las restantes, sólo
75 agentes del Estado, sobre todo carabineros, están siendo
procesados. En contraste con estas cifras, 5.084 personas detenidas
en ese contexto por desórdenes u otros delitos, ya fueron
formalizadas y 725 de ellas condenadas.
Junto
con la criminalización de la protesta y el rigor aplicado a quienes
la protagonizan, se ha hecho evidente la desprotección en la que
quedan las víctimas de distintas formas de violencia política
ejercida por agentes del Estado. Es el caso de la revocación, por
parte de la Corte Suprema, de la sentencia de la Corte de Apelaciones
de Valparaíso que estableció que Carabineros había actuado de
manera ilegal y arbitraria al hacer uso de armamento antidisturbios
sin respetar los principios de gradualidad y proporcionalidad. Como
han señalado Claudio Nash y Constanza Núñez, con este fallo
“la Corte Suprema decide abstenerse de pronunciarse sobre el tema
de fondo, dejando sin protección alguna a las personas en un grave
contexto de violencia represiva”,
puesto que afirma que el recurso de protección no es un instrumento
que permita impugnar el actuar de la policía y su legalidad aunque
resulten lesionados derechos fundamentales. Sin embargo, en este
mismo caso, la Corte sí reconoce la eficacia de este recurso cuando
se afecta el derecho de propiedad.
Medidas
que restan
En
este contexto, una reciente decisión de la Corte Suprema viene a
confirmar, una vez más, la existencia de esas asimetrías. A partir
del 1° de marzo se hizo efectiva la redistribución
de más de 1.500 causas por violaciones a los derechos humanos en
dictadura y se limitó a seis meses el plazo de las investigaciones
que,
desde hace años, eran llevadas por 12 ministros de dedicación
exclusiva, pero que se arrastran desde hace décadas, con muy escasos
o nulos avances. De hecho, durante los últimos 25 años, apenas 400
causas penales, principalmente por casos de personas detenidas
desaparecidas y ejecutadas, tuvieron una sentencia ejecutoriada. A
ese ritmo se necesitarían otras ocho décadas para terminar con esa
deuda pendiente. A pesar de las consecuencias que puede tener esta
decisión, pasó desapercibida para la mayoría de los medios de
comunicación.
Desde
la Corte Suprema se afirma que estas medidas contribuirán a la
tramitación de las causas. Sin embargo, considerando su complejidad
y envergadura, ello no parece posible si estas no van acompañadas de
un incremento sustantivo de recursos y apoyos. Esta falencia fue
reconocida, hace unos días, por la propia Presidencia de la Corte
Suprema en su Cuenta Pública 2021. Entre los problemas no resueltos,
señala las limitaciones de personal y presupuesto que dificultan la
implementación orgánica de la Oficina de Coordinación de causas
sobre violaciones a los derechos humanos –entidad que sería
clave–, y la realización de tareas tan básicas como la
digitalización de la documentación en la jurisdicción de Santiago
o, en otro orden de problemas, la tardanza en la designación
efectiva de relatores. Habría que agregar la necesidad de reforzar y
ampliar la labor de los organismos auxiliares de la justicia, como el
Servicio Médico Legal o la Brigada Investigadora de DD.HH., así
como la colaboración efectiva del gobierno en las investigaciones,
cuestiones que no dependen del Poder Judicial, pero que bien podría
hacer presente como necesarias para el cumplimiento de su misión.
Asimismo,
el
establecimiento de un plazo de seis meses a las investigaciones, sin
recursos adicionales ni metas claras, resulta una decisión
arbitraria que plantea varias interrogantes: al término de ese plazo
¿se cerrarán todos los procesos?, ¿sólo algunos?, ¿cómo se
decidirá cuáles y con qué criterios? y, sobre todo, ¿se seguirá
limitando las investigaciones al establecimiento de la detención y
paso de las víctimas de desaparición forzada por los centros de
detención y tortura, sin determinar el destino final de más de mil
de ellas?
Objetivo que hasta ahora sólo se ha alcanzado en 143 casos. Las
respuestas de la Corte Suprema a estas preguntas deberían considerar
las demandas de las víctimas y sus familiares, quienes, a pesar de
ser parte en estos procesos, no fueron consideradas ni informadas
previamente, más allá de que este no es un tema privado sino un
problema que afecta a la sociedad completa por la impunidad que
implica.
En
un escenario como este, de limitados avances y gran volumen de causas
en manos de un número tan reducido de jueces, hay
una falta de consistencia entre objetivos, escasos recursos
destinados y ausencia de claridad respecto al futuro de las causas.
Todo ello se traduce, finalmente, en más impunidad, poniendo de
manifiesto claras continuidades entre el pasado dictatorial y el
presente, a pesar de las sentidas palabras pronunciadas por la Corte
Suprema, con ocasión de los 40 años del golpe de Estado,
cuando reconoció las graves omisiones en las que había incurrido
ante las violaciones sistemáticas a los derechos humanos durante la
dictadura, comprometió la designación de ministros y jueces de
dedicación exclusiva para estas causas y, a diferencia de hoy, no
definió plazos de término.
¿Una
nueva Corte Suprema?
Contrariamente
a lo que se suele afirmar respecto a la independencia y autonomía
del Poder Judicial y a su “estricto apego a la ley”, sabemos que
las decisiones de jueces y juezas también son influenciadas por
otros poderes y que en ellas hay siempre una dimensión valorativa en
la que están presentes sus propias convicciones e ideología. Por
eso, la
composición del máximo tribunal es fundamental y debería ser más
representativa de la sociedad chilena, no sólo de la élite.
El procedimiento actual, definido en la Constitución del 80, faculta
al Presidente de la República para elegir a cada miembro a partir de
una lista de cinco candidatos, decidida por la misma Corte, decisión
que debe ser aprobada por el Senado. Así, la designación queda en
manos de un reducido grupo, fuera del escrutinio público, sin
conocimiento de los criterios de elección y sin participación de
otros actores relevantes, en el marco del binominalismo instalado en
la política nacional al término de la dictadura, donde gobierno y
parte de la actual oposición van alternando sus candidatos.
Este
tema hoy adquiere renovada actualidad porque próximamente
el Presidente de la República deberá designar cuatro nuevos
supremos, y porque acaba de designar a 12 abogados integrantes,
quienes también forman parte de las salas de la Corte Suprema y de
las Cortes de Apelaciones. Los recién designados provienen, en su
mayoría, del ejercicio privado de la profesión y están vinculados
al ámbito empresarial y comercial; entre ellos, están los
defensores de los acusados de fraude de La Polar, de Julio Ponce
Lerou en el caso Cascadas; de la red de farmacias Cruz verde por
colusión. También, hay quienes han defendido a acusados por graves
violaciones a los derechos humanos, o que han sido parte de fallos
que otorgaron libertad condicional a reos condenados por delitos de
lesa humanidad. El problema de estas designaciones está en los
conflictos de interés, ya que la institución de los abogados
integrantes carece de incompatibilidades y reglas claras, así
deciden fallos al mismo tiempo que los estudios jurídicos a los que
pertenecen litigan. Y
como, a diferencia de ministros y jueces, no son recusables, sólo
pueden inhabilitarse por su propia voluntad; si no lo hacen, nadie
puede impugnarlos. Por ello, y por su número, se han vuelto
decisivos, tal como sucedió en el fallo mencionado sobre las
escopetas antidisturbios, aprobado por la Corte Suprema gracias al
voto de dos abogados integrantes.
En
estos procesos de designación no sólo no hay intervención de la
sociedad, organizaciones de derechos humanos u otros actores
relevantes: tampoco existen instancias formales para que estos, al
menos, sean escuchados, ni hablar de incidencia efectiva y rendición
de cuentas. El
proceso constitucional que se abrirá en abril será una oportunidad
para abordar estos temas y pensar nuevos procedimientos de
designación de los altos cargos del Poder Judicial que garanticen
transparencia y los doten de una mayor representatividad para que sus
resoluciones judiciales no sigan consagrando esa desigualdad
estructural que atraviesa nuestra sociedad.
Gloria
Elgueta
Licenciada
y magíster (c) en Filosofía.
Miembro
de la Mesa de Trabajo de Londres 38, Espacio de Memorias.