Por Eduardo Novoa Monreal.
Desde el interior del derecho apenas hay estudios destinados a conectarlo con las demás ciencias sociales y a explicar la interrelación que los une. Los juristas han acostumbrado a considerar su disciplina como un sistema cerrado, que se basta a sí mismo y que no necesita asomarse a otra clase de conocimientos, salvo, tal vez, a una ciencia natural de muy limitado alcance, como es la medicina forense, o a la criminología, estimada conveniente tan solo para el estudio del derecho penal y del derecho penitenciario.
Es cierto que desde las ciencias sociales se ha procurado esclarecer el
papel del derecho en la vida de las sociedades humanas, pero eso se ha hecho
muchas veces sin lograr penetrar en la comprensión cabal de lo jurídico.
Pareciera que el discurso jurídico y su lenguaje, a veces hermético, surtiera
un efecto intimidante para los demás científicos sociales y que ciertas
teorizaciones abstractas, a las cuales ellos no están acostumbrados, tuvieran el
efecto de dificultar aquella comprensión. Con todo, la mayoría de los expertos
en las ciencias sociales cree hoy que el derecho no tiene ese contenido excelso
que le atribuyen los juristas y que él no es otra cosa que una de las técnicas
destinadas a obtener de los hombres un determinado comportamiento social.
Estos esfuerzos no han logrado abrir brecha en la mentalidad de los
juristas, para quienes la más acariciada tesis sigue siendo que el derecho
tiene por finalidad propia imponer en la sociedad un orden basado en la
justicia. Bastaría una ligera revisión de unas cuantas legislaciones y de la
realidad social a la que ellas se aplican, para que quedara en evidencia lo
utópico de esa concepción; pero los juristas no son hombres habituados a
encarar la realidad social y prefieren vivir en un mundo abstracto e idealizado
en el que conviven sólo con normas expresivas de un deber ser.
Basta que la organización social deba ser de una manera dada conforme a
los preceptos legales, para que el jurista, con precipitada proyección y
traspaso de conceptos, se incline a creer firmemente que todo eso tiene
efectividad y que sucede realmente de la manera prescrita. Esto lo ayuda a
encerrarse en un mundo abstracto de entelequias dentro del cual imagina que el
derecho es el valor social supremo y que su estudio asegura el conocimiento más
completo posible de los conflictos sociales y de su solución. ¿No fueron,
acaso, abogados y hombres de derecho los que condujeron la vida y organización
de la mayor parte de los países de Occidente hasta hace pocas décadas?
Nótese que se produce un doble equívoco. Por una parte, los juristas
tienen tendencia a creer que las sociedades viven realmente su derecho
legislado. Por otra, tienden a valorar ese derecho legislado como una nota muy
positiva y favorable para alcanzar una vida social más perfecta. Y si profesan
ese individualismo que meció la cuna de todos los principios jurídicos
generales que hasta hoy son tenidos como la esencia misma de la justicia,
estarán dispuestos a jurar que el segundo extremo es absolutamente cierto, en
tanto ese derecho legislado sea de corte liberal individualista, como lo es
todo derecho tradicional.
Deseamos aportar algunas reflexiones, consideraciones y observaciones que
muestran el enorme desliz que anida en toda esa posición. Pues aunque somos
juristas que hemos bebido en la misma fuente, creemos habernos desprendido de
toda la mítica que se nos infundió en su momento.
Es bien difícil remover tesis y principios que claramente tienen por fin
mantener un sistema de organización social defectuoso e injusto, cuando a
través de siglos ellos han sido proclamados, por mentes muy precarias y
prestigiosas, como aspectos fundamentales de una juridicidad que representa a
la justicia más satisfactoria.
Al hablar aquí de derecho nos referimos al derecho objetivo, bien sea
considerado como sistema normativo que se aplica en una sociedad determinada en
un cierto momento histórico (derecho romano, derecho francés, etc.), bien sea
como un conjunto de conocimientos teóricos relativos a los fenómenos jurídicos,
los cuales serían válidos en más de un tiempo y lugar. Conviene advertir que es
una parte de este último el que sistematiza, ordena, estructura y extrae los
principios generales, instituciones y categorías que fluyen del conjunto de las
normas jurídicas primeramente mencionado. De este modo, el estudio teórico del
derecho, al cual tantos confieren el carácter de científico, concluye
utilizando como su objeto principal a las normas jurídicas del derecho
positivo.
Nuestro propósito es plantear un enfoque diferente acerca del derecho,
que lo exhiba en su verdadero carácter, esto es, como un instrumento de
ordenación social conforme a un plan previo que le es suministrado por la
ideología que anima al grupo que efectivamente dispone del poder. Tal
ordenación versa sobre el comportamiento externo del hombre que vive en
sociedad y se dirige a imponer un régimen de organización del conjunto, de
determinación de conductas individuales y de equilibrio y relación entre los
diversos miembros de la sociedad y entre ésta y ellos. No hay manera de pensar
en un derecho real que esté desligado de una determinada concepción de lo que
deben ser la vida social y su organización.
Es normal que las ideologías que aplican e imponen los grupos dominantes
sean presentadas por éstos como las más apropiadas para el bien de la sociedad
y de todos sus miembros. Así el grupo dominante se hace perdonar la fuerza que
aplica para asegurar el respeto de las normas impuestas por él. Pero este
empleo de la fuerza dista de ser una característica esencial del derecho, como
podría deducirse de las expresiones de KELSEN relativas a que éste es un orden
coactivo que reglamenta el uso de la fuerza en las relaciones sociales,
reservándose el monopolio de ella. Esa coactividad es tan sólo una consecuencia
de la ordenación que se impone a los seres humanos y ésta no se obtiene
únicamente mediante la fuerza.
La función del derecho y el papel del jurista es proporcionar un conjunto
completo, armónico y eficiente de normas para la vida social, de acuerdo con el
modelo que para ésta tenga concebido quien ejerza el poder, y, luego,
proporcionar las reglas técnicas conforme a las cuales ese sistema normativo
deba ser aplicado en la vida real. Por consiguiente, la misión del derecho no
llega más allá de dar reglas de conductas eficaces y bien coordinadas, de
proponer sanciones adecuadas para el caso de su violación y obtener que la
realidad social se amolde efectivamente a ellas.
Todo esto nos evidencia que el derecho sirve al poder dominante y está
determinado, en cuanto al contenido y sentido de las reglas formales que lo
integran, por la política. Y en cuanto la política es expresión de intereses de
grupos o de capas sociales, el derecho se convierte también en expresión de
tales intereses. ¡Qué lejos queda todo esto de ese derecho idealizado que
generalmente sustentan los juristas!
Una de las tareas que más nos ocupa es poner de manifiesto este verdadero
carácter del derecho. Logrado esto, es preciso mostrar las razones por las que
ha podido sostenerse tan largo tiempo el concepto que tenemos por erróneo, para
lo cual son convenientes algunas referencias a la enseñanza y al estudio del
derecho y a las habilidades que despliegan los juristas tradicionales para
seguir manteniendo la concepción mítica de él.
Pero, el que exhibamos el verdadero carácter del derecho no implica
rechazar que él pueda ser instrumentado en una forma positiva para la vida
social ni afirmar que él sea indiferente, como pura técnica, para el establecimiento
de una auténtica democracia. Para ello, naturalmente, hemos optado por una
determinada concepción de la sociedad, de su organización y de la actividad de
sus miembros, que va a ser el modelo al cual va a servir un derecho liberado de
idealizaciones y de mitos. Esa concepción se basa en el respeto de los derechos
fundamentales del hombre, pero no sólo en el respeto de los derechos
individuales, como muchas veces lo entiende el jurista tradicional, sino
también en el respeto de todos los derechos sociales.
…
…